Ernesto salió de aquella reunión bastante atemorizado, no tenía carro y ya por la hora que era no le quedaba otra que tomar un taxi para poder llegar a su casa. Mientras la luz del ascensor marcaba su feliz descenso, piso tras piso, sacó del bolsillo de su chaqueta el carnet de
Finalmente llegó al pasillo principal del edificio donde tuvo que pulsar unos cinco botones eléctricos, con el fin de abrir las numerosas rejas que servían de custodia a los habitantes del lugar. El primer paso estaba superado, ahora venía lo peor. Sintió como su corazón comenzaba como loco a saltar dentro de su pecho. Pequeñas gotas de sudor corrían por su frente, mientras un frío inexplicable le invadía los pies. En fin, no podía negarlo, estaba experimentando todos los síntomas del miedo. ¡ A cualquiera le pasaría lo mismo! Es que eso de ser un invitado permanente en la “ruleta rusa” con la conciencia clara, cuando no se es apostador y cuando el instinto de conservación funciona a plenitud, puede ser una desgracia.
Con todos aquellos síntomas a millón se paró lo más cercano que pudo a la débil luz emitida por el poste, pendiente de todo lo que ocurría a su alrededor. De vez en cuando pasaba un carro atrás de otro, pero los taxis brillaban por su ausencia. Finalmente pareció distinguir que venía uno en la oscuridad. De inmediato alzó la mano llamando la atención del conductor y vio como el taxi se detuvo al comienzo de la cuadra. Encendió y apagó las luces, exactamente tres veces. Acto seguido Ernesto mostró sostenido por ambas manos a la altura de su pecho su gran carnet de identificación. El taxista avanzó lentamente recorriendo la distancia que lo separaba de aquel posible pasajero con el mismo susto que experimenta un cazador, quien no sabe hasta el último momento si él será la víctima.
Por su mente se deslizaron una tras otra las imágenes de aquella enorme cola de taxis que acompañó la caravana para el entierro del chofer más recientemente asesinado. “Plomo al hampa” y “¿Dónde están nuestros derechos humanos? ” Esos eran algunos de los mensajes que iban dejando a su paso, en un recorrido caracterizado por un extraño silencio y una gran soledad. Nada de autoridades. Nada de políticos. Nada de medios de comunicación.
A medida que Ernesto veía acercarse aquel taxi que se supone lo debía llevar hasta la seguridad de su hogar, se dio cuenta que sus sienes estaban a punto de estallar. Las imágenes que veía diariamente en la prensa y en la televisión de personas que se montan en un carro y desaparecen, de turistas asaltados dentro del taxi en el trayecto del aeropuerto a la ciudad, hicieron su trabajo en un hombre que por instantes no supo si correr o llorar.
El frenazo del carro lo sacó de sus pensamientos. El taxista bajó lentamente el vidrio y extendiendo la mano soltó sobre la acera todos los papeles que permitían su identificación. Simultáneamente Ernesto lanzó los de él sobre el asiento, el carro avanzó lo suficiente como para que cada cual tuviera el tiempo y la seguridad para confirmar las respectivas identificaciones. Superado el proceso el taxista retrocedió a recoger su pasajero, al que apenas si le salió la voz para dar las buenas noches. Así se inició un trayecto donde jamás se perdieron de vista el uno al otro, donde cada movimiento era una sospecha, donde cada sombra era una amenaza. Donde entre uno y otro nos hacían más que repetir las señales de impotencia que despiden a diario, los habitantes de nuestra gran ciudad.